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lunes, abril 7, 2025
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Y el futuro, ¿dónde está?

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Por Javier Tolcachier

Vivimos en una época romántica. Esta afirmación puede sonar grotesca ante la brutalidad y el pragmatismo que presenciamos día a día. Con ello, sin embargo, queremos denotar el auge de una sensibilidad romanticista, un movimiento que tuvo su auge en la primera mitad del siglo XIX como una reacción contra la Ilustración, confiriendo prioridad a los sentimientos frente la razón.

La enciclopedia virtual Wikipedia nos informa: “Es propio de este movimiento un gran aprecio de lo personal, un subjetivismo e individualismo absoluto, un culto al yo fundamental y al espíritu del pueblo, frente a la universalidad y sociabilidad de la Ilustración en el siglo XVIII”. Asimismo se destacan entre los principales rasgos de esta corriente la nostalgia de paraísos perdidos, con el consiguiente anhelo de regresar a períodos anteriores falsamente idealizados, la valoración de lo diferente frente a lo común, y la exaltación nacionalista.

En el plano artístico, el Romanticismo abundó en lo exótico y lo extravagante, buscando su inspiración en culturas bárbaras y exóticas o en la Edad Media, en lugar de en la Antigüedad clásica como lo habían hecho el Renacimiento y sus herederas revolucionarias siglos después. Los románticos amaban la naturaleza frente a la civilización como símbolo de todo lo verdadero y genuino. Frente a la afirmación de lo racional, irrumpió la exaltación de lo instintivo y sentimental, lo que quedó fuertemente plasmado, por ejemplo, en el movimiento alemán Sturm und Drang (Tormenta e ímpetu), que puede ser considerado un contrapunto a la expansión de la preeminencia francesa en la cultura europea en tiempos de la Revolución de 1789.

El romanticismo alemán, inicialmente rebelde ante las formas clasicistas reminiscentes del mundo greco-romano, fue utilizado por el nazismo por su glorificación de lo nacional, formando parte del irracionalismo violento que condujo a las tragedias de mitad de siglo XX.

Las claves de la adhesión a una mirada regresiva

Cuando la imagen de posibles futuros se vuelve oscura o incierta, cuando los cambios acelerados y las necesidades acuciantes asfixian el presente de los individuos y los pueblos, éstos vuelven su mirada a escenarios antiguos en busca de respuestas.

El pasado social, la “vuelta a las raíces”, ofrecen entonces la posibilidad de asideros existenciales que, aunque remotos y ficticios, dan una momentánea tranquilidad a los embates que sufre el alma colectiva.

Este es el germen de la adhesión a una mirada regresiva, que simula ser rupturista, pero que expresa una actitud reaccionaria, sobre todo contra los factores que, según ella, son los causantes inmediatos de la situación que se padece.

De este modo, la virulencia nacionalista y fundamentalista que exhiben algunos de los actuales liderazgos conservadores y el relativo apoyo que concitan, no son sino reacciones a los avances emancipadores conquistados en las últimas décadas en distintos ámbitos. Reacción que, como sucedió en otras épocas, encarnó parcialmente en sectores populares y juveniles, demonizando a grupos sociales (migrantes, militantes políticos, defensores del multilateralismo hoy, comunistas, judíos o gitanos ayer) y a figuras que lideraron cambios favorables para el conjunto social.

Los actuales antihumanistas se nutren del espíritu romanticista, inflamando – una vez más – lo particular y propio frente a un mundo que ya no controlan, un mundo en el que la primacía de la cultura, el poder y hasta el modus vivendi occidental están siendo cuestionados por un creciente reclamo de paridad y universalismo.

En este contexto, no debe confundirse “globalización” – esquema economicista impulsado por las transnacionales para expandir sus imperios comerciales – con “mundialización”, un proceso indetenible en que se comunican y entrelazan culturas diversas hacia la conformación de una civilización común multiétnica.

Las medidas aislacionistas o discriminatorias podrán obstaculizar momentáneamente el flujo comercial o el derecho humano a migrar. No podrán, sin embargo, inmovilizar el curso de la historia.

A estos elementos que nutren la mirada retrógrada se agregan, como mínimo, dos. Por un lado, la desintegración del tejido social y la desaparición y fugacidad de los vínculos que en otros tiempos daban identidad y contención. Esa desarticulación es compensada deficientemente por banderas de afirmación identitaria que también en varios casos remiten a un supuesto pasado en común y se basan en la diferencia frente a otros.

Por otra parte, más allá de la actitud paradójicamente contestataria y al mismo tiempo conservadora de amplios sectores juveniles, apenas revestida de un tecnofetichismo manejado por el capital concentrado, hay un proceso de envejecimiento social acentuado en varias regiones del planeta, sobre todo en aquellas de mayor opulencia económica. Esta tendencia demográfica de aumento en la expectativa de vida, es consecuencia directa de mejora en la alimentación, mejoras higiénicas y sanitarias, mejores atenciones y cuidados. Sin embargo, la contracara es el engrosamiento del segmento poblacional de mayor edad, lo que puede redundar en cierta inclinación mecánica a resistir cambios y avances emancipadores, añorando tiempos idos.

Pero los procesos humanos son eminentemente dinámicos y a este período regresivo le sucederá un ciclo de otras características. Por lo que cabe preguntarse, el futuro, ¿dónde está?

Donde anida el futuro

No hay dudas que hoy los medios y canales informativos hegemónicos, tradicionales o digitales, desarrollan una actividad que ha perdido todo decoro profesional y han dejado de ser un servicio al colectivo humano para transformarse en una maquinaria amarillista enfocada solamente en el beneficio de unos pocos propietarios o allegados.

Y es en estas pantallas donde, lamentablemente, gran parte de la sociedad intenta hacerse una imagen de lo que sucede y qué caminos puede tomar el proceso humano. Esos aparatos sesgan y muestran muy poco de lo que sucede. Sobre todo, son capaces de silenciar, manipular o amortiguar, con sutiles mecanismos, lo que no interesa al poder establecido.

La revolución no será televisada, rezaba un poema y canción satíricos de Gil Scott-Heron, que fue muy popular entre los integrantes del movimiento Black Power en la década de 1960 en los Estados Unidos. Sus letras mencionan series de televisión, lemas publicitarios y coberturas informativas que sirven como ejemplos de lo que «la revolución no» será.

En esas pantallas, cada vez más pequeñas y portables, pero gigantescas en su alcance, no encontraremos el futuro, sino los vestigios de un mundo que muere.

El futuro se encuentra en otra pantalla, invisible en el exterior  pero siempre encendida en el interior de cada ser humano. Es el espacio de la conciencia en el que configuramos las imágenes que mueven a nuestro cuerpo. Es allí donde se entremezclan los sueños, las aspiraciones, las utopías, las intenciones. Es allí donde se forman los proyectos, individuales y también colectivos.

Estas pantallas están a la mano de cada cual, no requieren pago alguno por su uso y cuentan con la enorme ventaja de que es posible y depende de uno “cambiar de canal”, lo que tiene profundas consecuencias en el mundo.

Ahí es donde se encuentra el futuro.

Javier Tolcachier Javier Tolcachier es un investigador perteneciente al Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista. Correo electrónico: [email protected] Twitter: @jtolcachier

 

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