Siempre he sentido que algo me sigue. Desde niño, cuando las luces se apagaban, notaba una presencia tras de mí, una sombra que parecía más oscura que la propia noche. No era simplemente la ausencia de luz, sino algo más denso, algo que se movía con una intención que no lograba comprender.
—Son imaginaciones tuyas —decía mi madre, arropándome con una sonrisa cansada.
Pero no lo eran.
Cada noche, antes de dormir, escuchaba un susurro apenas perceptible. No provenía de la calle, ni del viento que aullaba entre las rendijas de la ventana. Venía de mi habitación, de las esquinas donde la luz no alcanzaba. A veces, me parecía ver que mi sombra se alargaba de manera inusual, como si quisiera desprenderse de mis pies y moverse por su cuenta. Mis intentos por ignorarlo fracasaban; cada vez que apagaba la lámpara, la sensación de ser observado se volvía insoportable.
Los años pasaron, y con ellos llegó la madurez, pero no la tranquilidad. En la universidad, las noches de estudio solitario me hacían más consciente de su presencia. Mi sombra nunca se comportaba como debía. En ocasiones, la veía deslizarse en dirección contraria a la luz, desafiando toda lógica. Creía ver movimientos en el reflejo de la ventana, pero cuando me giraba, no había nada. Dormir se convirtió en un desafío; el miedo a lo que ocurría en la oscuridad me hacía resistirme al sueño.
Un invierno, después de una larga noche de insomnio, decidí enfrentarme a lo desconocido. Tomé una linterna y enfoqué cada rincón de mi apartamento. No había nada. Suspiré, aliviado, pensando que quizás todo era producto del cansancio. Pero cuando apagué la luz, la sombra seguía allí, inmóvil, observándome desde el espejo del pasillo.
Me acerqué lentamente. Mi reflejo parecía normal, pero la sombra en el fondo no era la mía. Se erguía, con una silueta distorsionada y una presencia que me helaba la sangre. Entonces, la figura dio un paso adelante y, por primera vez, vi sus ojos. No eran ojos físicos, sino dos pozos de oscuridad insondable que parecían absorber todo a su alrededor. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, y el aire de la habitación se volvió denso, casi irrespirable.
—No huyas. Siempre he estado contigo —susurró la sombra.
Intenté moverme, pero no pude. Era como si el suelo me sujetara, como si mi propia sombra se fusionara con aquella presencia. Un torrente de imágenes inundó mi mente: recuerdos de mi infancia, noches de insomnio, miedos reprimidos que nunca habían desaparecido. Entonces comprendí. Aquella sombra no era un ente externo; era algo que había crecido conmigo, alimentándose de mis temores y de mi silencio.
Pasaron los días y mi obsesión por la sombra creció. En cada rincón de mi hogar buscaba respuestas. Revisé libros antiguos, diarios de ocultismo, cualquier cosa que pudiera explicarme su existencia. Pero cuanto más investigaba, más me convencía de que no era un espíritu ni una entidad ajena a mí. Era yo mismo, la parte que había negado durante años, mis ansiedades, mis traumas, todo lo que reprimí desde la infancia.
Las pesadillas comenzaron poco después. En ellas, la sombra tomaba formas cada vez más nítidas: a veces era una silueta humana sin rasgos, otras veces un reflejo distorsionado de mí mismo. Lo peor era la sensación de inevitabilidad, como si, tarde o temprano, terminaríamos siendo uno solo.
Una noche, decidí enfrentarme a ella. Me senté frente al espejo con la única luz de una vela y esperé. Horas pasaron y nada ocurrió, hasta que de repente, la llama parpadeó y el reflejo cambió. No era yo quien me miraba desde el cristal. La sombra había tomado mi forma, pero sus ojos oscuros no reflejaban luz alguna. Sonrió con una mueca vacía y su voz susurró con un eco que pareció resonar en mi propia mente:
—Ya es hora.
Un pánico indescriptible se apoderó de mí. Traté de alejarme del espejo, pero mis músculos no respondían. Sentí un tirón en mi interior, como si algo invisible me estuviera jalando hacia mi reflejo. Un segundo después, todo se oscureció.
Desperté al día siguiente en el suelo de mi habitación. Todo parecía normal, pero algo dentro de mí había cambiado. Me levanté tambaleante y fui al espejo. Ahí estaba mi reflejo, idéntico a mí, pero con una diferencia: sus ojos ya no eran los mismos. La sombra no estaba a mi lado, porque ahora, era yo quien la habitaba.
Desde esa noche, todo cambió. Ya no puedo ignorarla, ya no puedo fingir que no existe. No me sigue, no me acecha… simplemente es. Y lo peor de todo, sé que algún día no seré yo quien la observe, sino que ella me mirará desde dentro.
Ahora, cuando hablo, siento un eco que no es mío. Cuando camino, noto un peso en mis pasos, una fuerza que me guía en direcciones que no siempre elijo. ¿Soy yo quien controla mi sombra o es ella quien me controla a mí? Me pregunto cuánto tiempo me queda antes de desaparecer por completo en la oscuridad de mi propia existencia.
@María José Luque Fernández
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