Las luces de neón chisporroteaban sobre charcos de lluvia negra. La ciudad olía a óxido y desesperanza, un basurero de almas que se arrastraban por las calles, buscando un propósito que nunca existió. Yo estaba en un bar decrépito, con la lengua dormida por un whisky barato y la cabeza llena de ruido. Afuera, el mundo seguía su lenta putrefacción, y adentro, los cuerpos se mecían al ritmo de una música que sonaba a derrota.
Todo era un ciclo sin sentido. Nacer, pudrirse, repetir. Miré al tipo sentado al fondo del bar, un rostro vacío como todos los demás, y supe que él también lo entendía. Nadie estaba aquí por placer, solo por la inercia de seguir vivo.
Encendí un cigarro que sabía a cenizas de otro tiempo y me pregunté cuántos días más quedaban antes de que la ciudad terminara de devorarse a sí misma. Quizá ya lo había hecho y nadie se había dado cuenta. Quizá nunca hubo nada que devorar.
Di un último trago. Afuera, una sirena rompió la noche con su lamento artificial. Alguien más había caído. No importaba. Nunca importó.
@María José Luque Fernández.
@Imagen Pinterest