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jueves, diciembre 12, 2024
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El manuscrito sagrado© Capítulo V

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Cantárida

El Monasterio de Yuso, en San Millán de la Cogolla, fue en ocasiones guarida del rey Fernando el católico, conservaba su privacidad, su propio tesoro, tal vez lo único que hizo bien en su vida de degeneración. Un joven, llamado Beltrán. Un avezado monje, un elegido. A primeros del siglo XVI, aquel niño de semblante sereno era conocido por una habilidad envidiable: su dominio de las lenguas.

Beltrán, el protegido del rey, demostró una pasión inusual por los idiomas. El rey lo había dejado en custodia al abad, era el fruto de una de las miles de relaciones que el rey Fernando tuvo, pero cuya madre le había subyugado hasta el extremo de la muerte. Aunque era bien conocida la alternancia y expansión genealógica del rey, inundando con hijos Castilla entera, en este caso, el de la joven Judith, presentó al rey y su dinastía un grave problema: era una judía.

Su madre, la ilustre hebrea, leía con avidez los manuscritos latinos y griegos, y enseñó al pequeño Beltrancillo, el hebreo y el árabe, de tal forma que cuando el rey lo llevó en custodia al Monasterio, los monjes no daban crédito de escuchar asombrados de su capacidad para entender las Escrituras en sus idiomas originales. La madre había muerto. Con el tiempo, su fama como experto en lenguas se extendería más allá de las paredes del monasterio, atrayendo la atención de eruditos y dignatarios de toda la región. Pero tan solo tenía 15 años, si bien, nadie podía ni atreverse a pensar en una edad tan lozana.

Su celda llevaba por nombre Azazel. Pero el talento de Beltrán no se limitaba a las lenguas muertas. Era un políglota consumado y había aprendido numerosos idiomas vivos. A medida que el monasterio prosperaba como centro de conocimiento lingüístico, algunos visitantes extranjeros comenzaron a llegar, sorprendidos de encontrar a un monje tan versado en sus propias lenguas maternas.

Se sabía que Beltrán tenía una cualidad casi mística para adentrarse en el significado más profundo de cada lengua. Cuando leía un texto en sánscrito, parecía transportarse a los antiguos templos hindúes. Si se sumergía en un poema en chino, su rostro reflejaba la serenidad de los jardines zen. Era como si las palabras fueran ventanas a otras culturas, y Beltrán pudiera mirar a través de ellas sin esfuerzo.

A pesar de su don, Beltrán permaneció humilde. No buscaba reconocimiento ni alabanzas; su objetivo era compartir la belleza y profundidad de las lenguas con aquellos que lo necesitaban. La biblioteca del monasterio se enriqueció con una colección única de manuscritos y libros, muchos de ellos regalos de aquellos que habían aprendido de él.

Un día, un enigmático caballero llegó al monasterio. Se rumoreaba que buscaba traducir un antiguo pergamino hallado en un templo lejano y desconocido. La fama de Beltrán llegó a sus oídos, y esperaba que aquel monje especialista en lenguas pudiera ayudarle a descifrar el misterioso texto.

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