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jueves, diciembre 12, 2024
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El manuscrito sagrado© Capítulo II Reserva de derechos/licencia: Todos los derechos reservados Identificador/número de registro 2306114562587

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San Millán de la Cogolla 1680 donde nos habíamos quedado con el amanuense y el Abad desplomado

El silencio del convento solo se veía interrumpido por el suave sonido del rasgueo de las plumas y el crujir de la madera en el fuego. los monjes dedicaban largas horas a la práctica de la lectio divina, un antiguo método de lectura contemplativa de las Sagradas Escrituras. Era un proceso profundo y misterioso, donde buscaban encontrar mensajes ocultos y revelaciones divinas entre las líneas escritas.

Beltrán, nuestro protagonista amanuense, escritor de manuscritos y a quien el abad trataba de vuecencia y usía, sentía el frío penetrar hasta los huesos mientras cumplía su labor en el convento de la Rioja. Sus manos, ágiles y delicadas, se volvían rígidas por el gélido aire que envolvía el lugar. A medida que la temperatura descendía, el joven Beltrán, podía percibir cómo su respiración se volvía visible, formando pequeñas nubes en el aire.

A pesar de sus esfuerzos por abrigarse con capas adicionales de ropa, el frío persistía, rozando su piel y congelando cada poro de su cuerpo. Sus dedos, a menudo entumecidos, se movían torpemente sobre el pergamino, luchando por mantener el control de la pluma y trazar las letras con precisión.

El joven amanuense buscaba refugio cerca de la chimenea, donde el calor se convertía en un valioso aliado contra el frío invernal. Allí, extendía sus manos hacia las llamas, absorbiendo el calor que revitalizaba sus extremidades entumecidas y le brindaba un breve alivio.

Pero a pesar de las dificultades físicas, Beltrán encontraba fortaleza en su pasión por el trabajo que realizaba. La dedicación a la escritura y la copia de los antiguos textos le otorgaban un sentido de propósito y satisfacción que le permitía resistir el frío inclemente.

Cada palabra trazada con paciencia y cuidado, cada página que llenaba de letras con su caligrafía elegante, era una victoria sobre el frío que amenazaba su cuerpo y su espíritu. Beltrán se aferraba a la convicción de que su labor era trascendental, que su trabajo contribuía a preservar la sabiduría del pasado y honrar la memoria de aquellos que habían escrito antes que él. Buscaba algunos secretos y de igual modo quería dejarlos para la posteridad.

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